[Documento] ¿Nunca más?

10 años después de la catástrofe del petrolero Prestige todavía acuden periódicamente a nuestra memoria las impactantes imágenes del chapapote sacudiendo en oleadas durante meses nuestras costas. También esas otras imágenes más reconfortantes de la marea blanca de solidaridad que se enfrentó a ellas con sus propias manos y con un caudal de generosidad y dignidad y una inestimable capacidad de autoorganización y apoyo mutuo.

Pero los accidentes de petroleros son sólo la imagen espectacular de un momento, la foto fija de una parte del acúmulo de impactos ambientales, económicos y sociales que provoca la necesidad de petróleo y otros combustibles fósiles, generada por la avidez consumista de nuestro primer mundo desarrollado.

Los 5 accidentes graves en Galicia en 32 años (Polycommander, 1970; Urquiola, 1976; Andros Patria, 1979; Aegean Sea, 1992 y Prestige, 2002) o el Exxon Valdez en Alaska en 1989, o el Amocco Cádiz en 1978 y el Erika en 1999 ambos frente a la Bretaña francesa, forman parte de esa galería de fotos que permanecen en nuestro recuerdo. Pero son sólo vasos de agua en un océano de negro chapapote del que se alimenta nuestra cotidianeidad.

Solamente la primera guerra del golfo, en 1991, provocó derrames de petróleo en Irak, Kuwait y Arabia Saudí con un volumen estimado de 1.770.000 toneladas (22 veces más que el vertido del Prestige). Y sin que se difundieran imágenes o fotografías memorables. O los derrames permanentes, también sin imágenes, en el Delta del Níger (Nigeria), que WWF Reino Unido estimaba en 1.500.000 en 50 años. O los 10.000 de toneladas que se vierten al año en los océanos en accidentes menores o actividades ilegales.

O los derrames por accidentes de plataformas petrolíferas: Deepwater Horizon de BP, entre 300 y 600.000 toneladas en 2010, el pozo exploratorio Ixtoc I de Pemex, con 530.000 toneladas en 1979, ambos en el golfo de México, por poner 2 ejemplos.

U otros graves impactos ambientales y sociales asociados a la extracción, transporte y refinado del petróleo y sus derivados: deforestación y destrucción de suelos, pérdida de biodiversidad, contaminación de aguas marinas y continentales (superficiales y subterráneas), desestructuración de comunidades indígenas, riesgos para la soberanía alimentaria y un largo etc.

Todo esto sin contar las personas fallecidas por accidentes vinculados a esas mismas actividades: 1.200 muertos en 1998 y 200 muertos en 2001 en sendos accidentes en oleoductos en Nigeria, 27 muertos en 2010 en San Martin Texmelucan (México) y 39 en 2011 en Dosquebradas (Colombia) también en explosiones de oleoductos o el más reciente accidente en la refinería Amuay de Venezuela con 39 muertos en agosto de 2012.

Son datos y cifras que forman parte del saldo de la deuda ecológica (y económica y humana) que debe pagar nuestro mundo y nuestro medio ambiente para mantener el modelo actual desarrollista y devorador de recursos fósiles. Y que pagan especialmente los países y poblaciones empobrecidos del llamado tercer mundo, aunque no salgan en la foto.

Así, entre Norteamérica y Europa (incluidos los países asiáticos de la antigua Unión Soviética) consumimos más del 50 % de la producción total de petróleo y Asia casi el 40 %, mientras que toda África apenas consume el 3,7 % y Latinoamérica en torno al 6 %. Si atendemos al consumo por persona las diferencias son más escandalosas: mientras EEUU tiene un consumo de 61 barriles/día por 1.000 habitantes y Europa entre 20 y 60 (España 30), China solamente alcanza 7 pese a su creciente pujanza económica y la mayoría de los países africanos apenas alcanza 2 barriles y más de 20 países no llegan a 1 diario.

El accidente del Prestige nos dejó muchas lecciones. Una de ellas, que no fue un accidente imprevisible o casual, sino la consecuencia directa de un modelo económico globalizado y desigual, que prima el máximo beneficio para los que más tienen. Y que el chapapote no es una irrupción sorpresiva en el medio natural, una excepción, sino el engrase cotidiano y rutinario que hace funcionar esa máquina y ese modelo.

Carlos Alonso, Rosa Lago e Iñaki Barcena , de Ekologistak Martxan