El voluntariado frente el desastre del Prestige.}

José Vicente Barcia, Ecologistas en Acción. Revista El Ecologista nº 74.

Una movilización social sin precedentes irrumpió en la crisis ambiental del Prestige, que hasta ese momento apenas había significado una amenaza para un Gobierno que se había mostrando tan incompetente como jactancioso. Miles de personas rompieron el cerco de la manipulación informativa y, desoyendo las voces que los desanimaban, se embarcaron en un viaje de solidaridad, indignación y cuidado del mar, la tierra y sus gentes.

Herido de muerte, el Prestige comenzó a desangrarse lanzando al litoral gallego miles de toneladas de petróleo. Las decisiones de los responsables políticos fueron una permanente cadena de errores que agravaron la situación, acelerando la llegada de la marea negra a la costa. El Gobierno, incapaz de reconducir la situación intentó taponar la hemorragia política y aparecieron términos como desastre natural o hilillos de plastilina.

Desde el principio se intentó poner en marcha una estrategia comunicativa con dos frentes muy definidos. De una parte, se trataba de generar una sensación de inevitabilidad que exonerara de toda responsabilidad a quienes, precisamente, tomaron las decisiones más desastrosas. En este sentido Soledad del Castillo, voluntaria de Madrid, nos recuerda que “si por la televisión y la radio públicas hubieran sido, no habríamos venido. Nos habríamos quedado con la imagen de un desastre natural inevitable golpeando sin piedad las costas gallegas”.

De otra parte, se quiso cercenar la realidad a través de una proyección artificiosa de la dimensión de la catástrofe. Belén Piniés, voluntaria de Getafe, subrayaba la sorpresa por “la inmensidad de la marea negra, que era a todas luces inabarcable y brutal. Lo de los hilillos de Rajoy, viendo como estaba todo aquello, era mucho más que una broma de mal gusto. Era la mentira de un mediocre intentando confundir”.

Una marea imparable

Además, se intentó contener la marea de voluntarios: “No entendíamos por qué se nos ponía tantos problemas si lo único que queríamos era recoger todo el chapapote y las galletas que pudiéramos. Sin cobrar, sin pedir nada a cambio”. A través de los medios oficiales se lanzó una campaña que tenía tres argumentos fundamentales.

El primero decía que no era necesario el voluntariado. Javier Cordero de Mondoñedo se explicaba en aquel entonces de una manera bastante irritada: “¡Joder! Llegábamos allí, las playas hasta arriba de alquitrán, las rocas completamente cubiertas y ni un alma que recogiera nada, salvo grupos de mariscadores y pescadores. Nadie de ningún organismo oficial. Un abandono absoluto”.

El segundo sostenía que la falta de cualificación del voluntariado les ponía en peligro y su trabajo resultaba ineficaz. Inmaculada Cantero, de Madrid, se preguntaba emocionada que “¿Cómo se puede decir que somos ineficaces si estamos retirando miles y miles de toneladas de chapapote. Estamos intentando curar este mar herido, pero lo hacemos protegiéndonos. Somos voluntarios, no imbéciles. Si realmente se hubieran preocupado por nuestra salud habrían evitado esta barbaridad”.

El tercer argumento era todavía más baladí y se centraba en la falta de infraestructuras para acoger a miles de voluntarios. Sin embargo, la realidad también arrumbó esta excusa. Cientos de colegios, gimnasios, iglesias, casas de particulares se abrieron para acoger a la imparable marea blanca. “En una tierra de peregrinos, somos peregrinos de la solidaridad”, decía Carmen de Sevilla, “¿Cómo me van a dejar en la calle?” Minutos más tarde las puertas del gimnasio de un pueblecito de la Costa de la Muerte se abrieron tras muchas reticencias y Carmen y 150 personas más pudieron descansar tras una jornada agotadora.

También se intentó crear un rumor a propósito de la mala relación entre voluntarios y paisanos del lugar. Ramón Tajón de Ciudad Real dijo sobre esto que “trabajamos codo con codo. Nos han acogido en sus casas, nos han dado su aguardiente, nos han dado de comer. No se les puede pedir más afecto y cariño”.

Diez años más tarde, la marea blanca emprendida por miles de personas de todo el Estado español marcó el declive del aznarismo y puso de relieve una nueva forma de participación e implicación social y política que en estos momentos conecta con movimientos como el 15M.

Algunos valores primordiales de aquella gran movilización tienen hoy gran vigencia.

La Marea Blanca no tuvo líderes destacables. Su organización fue profundamente asamblearia y descentralizada. Aitana Alguacil, de Villaverde, comentó en aquel momento que “no tenemos jefes, ni nadie nos conduce, salvo nuestras ganas de hacer, de mostrar que no somos indiferentes”.

Tuvo un espíritu crítico. No sólo fue un movimiento que reaccionó de manera ejemplar ante una emergencia agravada por una clase política de destacable inutilidad, sino que planteó preguntas y críticas que tenían que ver con lo concreto del problema, pero que tampoco caían en el localismo. Aquella movilización supuso un duro golpe para un Partido Popular que comenzaba a estar a la defensiva. Estrella, voluntaria proveniente de Archena: “¿Cómo puede ser que seamos tan irresponsables de permitir barcos monocasco cuando la riqueza de estos lugares depende del mar, cuándo el futuro de todos nosotros depende de cómo tratemos a la tierra? Estoy aquí y lucho contra la marea negra a puñados de chapapote que voy quitando, pero cuando me marche de aquí contaré lo visto y… votaré en consecuencia”.

Optaba por una clara ética de los cuidados. Después de todo, ¿Por qué fue la gente a las costas afectadas por el Prestige, pagándose de su propio bolsillo un viaje incómodo y sacrificado? Ana Ojeda de Albacete explica los motivos por los que ella y sus amigos se enrolaron en esta aventura: “Vinimos para ser testigos activos de esta barbaridad. Vinimos porque queremos ser agentes de solución. Vinimos porque queremos cuidar nuestro mundo”.

Fue un movimiento intergeneracional. Es cierto que hubo gran cantidad de personas jóvenes, pero no fue un movimiento juvenil. Miles de sus participantes eran de mediana edad e incluso mayores, como lo demuestra el testimonio que en aquellos días dejó Benjamín Vallés, de más de 60: “La responsabilidad te rejuvenece. No tengo la fuerza que muchos de estos mozos, pero estoy, no me acomodo. Me emociono”.

¿Qué queda de aquel gran movimiento de solidaridad con la tierra el mar y sus habitantes? Queda mucho. El espíritu de una sociedad que, abandonando planteamientos de pasividad, decidió dar un paso adelante y ser testigo de la irresponsabilidad. Pero es que, además, sin tener cifras concretas, lo cierto fue que diferentes movimientos sociales, como Ecologistas en Acción, comenzaron a notar un crecimiento paulatino de sus activistas que terminó con las pertinaces sequías de los tristes 90.