Un modo de hacer visible la desigual aportación de hombres y mujeres al cuidado de la vida humana.

Anna Bosch, Cristina Carrasco y Elena Grau, participan en el grupo Dones i Treball de Ca la Dona [1]. Revista Ecologista nº 46.

Del mismo modo que la huella y el déficit ecológicos son índices que nos permiten conocer la mayor o menor sostenibilidad de nuestras sociedades, la huella civilizadora –y el déficit civilizador– hacen referencia a la sostenibilidad de la vida no ya en términos ecológicos sino en condiciones de humanidad en la red de relaciones que hace posible la vida. Es decir, mide el tiempo, el afecto y las energías amorosas necesarias para obtener la calidad de vida o la seguridad emocional necesaria para la continuidad de una población. Se hace así patente la desigual aportación y recepción de energías cuidadoras y amorosas entre hombres y mujeres.

Con la voluntad de hacer nuevas aportaciones al diálogo verde-violeta [2], queremos reflexionar aquí sobre la supuesta autonomía del sistema económico. Desde la perspectiva ecológica, mantener una relación de dependencia sostenible –respetando los ciclos naturales– con la naturaleza es factible. Sin embargo, la utilización depredadora de los recursos y la dependencia productiva de determinadas fuentes energéticas no renovables revelan una situación falsamente sustentable del sistema económico y una dependencia absoluta de su forma de violentar la naturaleza.

Entre los indicadores que ha desarrollado la ecología para representar la situación de insostenibilidad se encuentran los llamados huella ecológica y déficit ecológico. Por huella ecológica se entiende “el área de territorio productivo o ecosistema acuático necesario para producir los recursos utilizados y para asimilar los residuos producidos por una población definida con un nivel de vida específico donde sea que se encuentre esta área”, y por déficit ecológico, la diferencia entre la huella ecológica y el área que realmente ocupa dicha población o economía (y déficit ecológico per cápita sería el déficit ecológico dividido por el número de personas consideradas) [3].

La idea es dar contenido cuantitativo al problema que se presenta en muchas regiones que para vivir precisan de un espacio mucho más grande del que ocupan; espacio del que proceden sus recursos naturales y al que expulsan sus residuos. Los indicadores señalados dan así una medida del déficit ecológico de los distintos países, de la desigualdad entre ellos y de la brecha en la sustentabilidad global. Naturalmente que no es sostenible que todas las regiones del planeta presenten déficit ecológico. Actualmente, las economías más industrializadas estarían acumulando un déficit ecológico masivo con el resto del planeta. Sus formas de vida no pueden ser extrapolables a todo el mundo porque entonces no existiría suficiente espacio disponible [4].

Falsa autonomía

Desde el pensamiento feminista, se desvela que la falsa idea de autonomía del sistema económico se acompaña con la también falsa autonomía del sector masculino de la población: haber dejado en manos de las mujeres la responsabilidad de la subsistencia y el cuidado de la vida, ha permitido desarrollar un mundo público aparentemente autónomo, ciego a la necesaria dependencia de las criaturas humanas, basado en la falsa premisa de libertad; un mundo incorpóreo, sin necesidades que satisfacer; un mundo constituido por personas inagotables, siempre sanas, ni demasiado jóvenes ni demasiado adultas, autoliberadas de las tareas de cuidados, en resumen, lo que se ha venido a denominar el hombre económico (o el hombre racional o el hombre político).

Sin embargo, tanto este personaje como el sistema económico oficial, sólo pueden existir porque sus necesidades básicas –individuales y sociales, físicas y emocionales– quedan cubiertas con la actividad no retribuida de las mujeres. De esta manera, la economía del cuidado sostiene el entramado de la vida social humana, ajusta las tensiones entre los diversos sectores de la economía y, como resultado, se constituye en la base del edificio económico. En particular, las mujeres actúan como variable de ajuste para proporcionar la calidad de vida a las personas del hogar, siendo seguramente su propia percepción la mejor medida de la calidad de vida de dichas personas.

El reconocimiento de las necesidades humanas es imprescindible para adquirir una visión real de nuestra especie y poder ubicarla adecuadamente en el mundo natural y social. El ideal filosófico que propugna superar el reino de la necesidad para ganar el reino de la libertad, es una falacia que niega la dependencia material de la humanidad y nos encamina hacia una libertad abstracta, falsa e inalcanzable para la gran mayoría de seres humanos. La verdadera libertad es aquella que se ejerce dentro de los propios límites. Se trata de una libertad enmarcada en la realidad material que consiste precisamente en decidir y experimentar cómo se juegan las relaciones entre la vida natural y la vida social. Por decirlo de otra manera, no existe un reino de la libertad opuesto a un reino de la necesidad. Este dualismo es falaz y escinde a la humanidad de su base natural.

Necesidad y libertad no son excluyentes sino que ambas concurren en la vida humana de forma interrelacionada, dando lugar a lo que Max-Neef [5] denomina “tensión entre carencia y potencia”. Una tensión que no puede superarse negándola, sino viviéndola con plena conciencia en un ejercicio de verdadera libertad. Se trataría, pues, de vivir esta libertad a partir de las necesidades y dependencias humanas. Entonces su práctica sería extensible a toda la humanidad.

Las consecuencias del pensamiento dual y la falsa idea de libertad se traducen, tanto en el ámbito simbólico como en el ámbito social, de manera preocupante. No se trata sólo de que los hombres gocen de una autonomía ficticia; sino de que para mantenerla establecen, y tratan de perpetuar, relaciones de poder entre las personas (económicas, laborales, políticas o amorosas). Relaciones que devalúan y minorizan a otras y otros y, por tanto, generan injusticia, desigualdad y violencia; y desarrollan un tipo de actividades, que en el escenario de las relaciones de poder, suponen destrucción (violencia cotidiana, degradación ambiental, guerras, etc.). Así, la vida y la actividad del hombre económico necesita de una organización del tiempo que subordine y desvalorice todo lo que no sea trabajo mercantilizado, y una orientación de todo comportamiento y actividad a un fin productivo y no a la relación por ella misma.

Pero esta forma de vida, este comportamiento destructivo basado en relaciones de poder es imposible de sostener si no existe simultáneamente alguna actividad amorosa y cuidadora reparadora de lo humano en algún espacio de relación. No hay duda de que toda vida en condiciones de humanidad necesita del amor y del cuidado. Sin embargo, la falsa dicotomía que desvaloriza lo emocional (femenino) a favor de lo racional mercantil (masculino), tiene como consecuencia una diferencia crucial entre mujeres y hombres: mientras las primeras valoran, reconocen y practican actividades de cuidado y afectivas; ellos no les otorgan valor, más bien las ignoran, realizándolas muy minoritariamente y no como algo vitalmente esencial [6].

Pero, además, está la necesaria creación y recreación de la vida en nuevas generaciones de niñas y niños. Para que la nueva vida sea sostenible en condiciones de humanidad hace falta dedicar –además de trabajo material y tiempo– energías amorosas y cuidadoras de forma gratuita. De nuevo estas energías proceden mucho más de las mujeres que de los hombres. Mujeres que, como ya dijimos, desde el momento del embarazo colaboran con la naturaleza para hacer crecer una criatura viva que llegue a ser autónoma y madura. De nuevo la vida de estas nuevas criaturas sería inviable si todas las personas adultas –masculinas y femeninas– practicaran las formas de vida, de relación y de consumo del modelo masculino.

Donadoras de tiempo

Por lo que al tiempo respecta, la naturaleza tiene un ritmo de reproducción biológico, un tiempo ecológico, muy diferente del tiempo homogéneo conceptualizado por la economía. Los seres vivos y los recursos naturales se caracterizan por tener determinados períodos de reproducción que están directamente relacionados con el equilibrio ecológico. Si se respetaran los ritmos naturales de reproducción no existirían problemas ni de agotamiento ni de escasez de los recursos renovables. Se trataría por tanto de consumirlos a un ritmo inferior a su tasa de reproducción. Sin embargo, la producción industrial, con su tiempo reloj de producción, no respeta dichos ritmos naturales. Ejemplo claro es el consumo de petróleo: se extrae a ritmo vertiginoso, aunque tardó millones de años en producirse.

Por otra parte, podemos hablar de un tiempo biológico o de un tiempo del cuerpo, que en ningún caso puede someterse a tiempos cronometrables, a tiempo reloj. Las necesidades de las personas no son las mismas a lo largo de la vida, existiendo periodos críticos de demanda de cuidados tanto por razones de edad como por razones de salud. Pero además de las necesidades más relacionadas con la biología del cuerpo, las personas también tienen necesidades emocionales, más subjetivas, que se cubren con lo que podríamos denominar un tiempo experiencia. Éste es un tiempo de relación, de aprendizaje, de acompañamiento psicoafectivo; que puede manifestarse con distinta intensidad o calidad, nunca se repite ni es igual a sí mismo ya que la subjetividad le da intensidad y cualidad. Presenta analogías con el tiempo de la naturaleza en el sentido de desarrollar ciclos repetitivos pero nunca idénticos, relacionados con cada lugar concreto pero de manera diferente. En consecuencia, un tiempo absolutamente imposible de medir con el reloj.

Las mujeres, como cuidadoras universales serán también donantes de tiempo y tendrán por tanto periodos muy diferentes en relación a su intensidad de trabajo a lo largo de su ciclo de vida. Además, al estar atentas a los tiempos biológicos y de la experiencia de otras y otros, se mostrarán continuamente disponibles (lo que actualmente la empresa denomina el trabajo on call) para ajustar y gestionar los distintos tiempos, aún a costa de negarse a sí mismas un tiempo propio.

Estos tiempos generadores de reproducción y de vida, realizados básicamente por las mujeres, caen fuera de la hegemonía del tiempo mercantilizado y del tiempo reloj –y, al contrario de éste, que es tiempo medido y pagado– son tiempo vivido, donado y generado, con un componente difícilmente cuantificable y, por tanto, no traducible en dinero [7]. Es un tiempo vinculado a sentimientos de relación, relación entre dos (yo en el mundo, y no yo contra el mundo), que forman parte de la experiencia femenina. Este tiempo creado por las mujeres y donado a los varones, posibilita a éstos el actuar libremente en el mundo público porque ellas están asumiendo el cuidado de toda la vida humana incluida la de los hombres adultos.

Huella y déficit civilizador

Esta constatación de la dependencia masculina en relación a las mujeres nos ha llevado a acuñar conceptos análogos a los de huella ecológica y déficit ecológico desarrollados por la economía ecológica y que denominaremos huella civilizadora y déficit civilizador [8].

Definimos huella civilizadora de forma análoga a huella ecológica, como el tiempo, el afecto y las energías amorosas necesarias para obtener la calidad de vida, la seguridad emocional y el equilibrio psicoafectivo imprescindibles para que una población definida con un nivel de vida específico tenga garantizada su continuidad generacional. Para cada subconjunto de población podemos definir también el déficit civilizador como la diferencia entre la huella civilizadora (tiempos y energías que dicho grupo requiere) y los tiempos y energías que aporta. No sería sostenible naturalmente que todos los sectores de la población presentaran déficit civilizador: ¿quién cuidaría de la vida humana? Al igual que en términos ecológicos, si determinados grupos de población presentan déficit, será a costa de otros. De esta manera, el déficit civilizador da una idea de la desigualdad entre distintos grupos humanos en relación a su participación en la sostenibilidad humana y social.

El concepto de huella civilizadora se hace más claro si lo individualizamos, es decir si representamos la huella per cápita, o sea, el tiempo, el afecto y las energías amorosas necesarias a lo largo de toda la vida de un ser humano. Y, el déficit per cápita, correspondería a la diferencia entre la huella per cápita y lo que dicho ser humano aporta al conjunto de la población a lo largo de su vida.

En la actual forma de relación entre mujeres y hombres, sea cuál sea el ámbito geográfico y cultural de su comunidad, éstos últimos consumen más energías amorosas y cuidadoras para sostener su forma de vida que las que aportan [9]. Estas energías necesarias para sostener la forma de vida de los hombres proceden de las mujeres, que no reciben energías afectivas y cuidadoras equivalentes a cambio, por lo menos no en la misma proporción. Pero, además, teniendo en cuenta el plus de dependencia humana por edad o estado de salud, la huella civilizadora va más allá: se genera tanto en el cuidado de las mujeres hacia los hombres como en la parte de cuidado del resto de las personas dependientes que correspondería realizar a los hombres (en un mundo equitativo) pero que traspasan a las mujeres.

Así pues, para que pudiéramos hablar de sostenibilidad –en los términos en que hemos definido sostenibilidad, como calidad de vida para todas y todos– cada cuál debería aportar y recibir de la relación en las redes de sostén, flujos equivalentes de tiempo, afecto y cuidado que serían diferentes en los distintos momentos del ciclo de vida. La presencia de déficit civilizador en nuestra actual forma de vida estaría expresando la dependencia desigual de los hombres sobre las mujeres.

Somos conscientes de que ambos conceptos –huella y déficit civilizadores– son difícilmente cuantificables en su conjunto pues, como ya hemos dicho, las relaciones que están en la base del cuidado de la vida no son cuantificables. Aún así podríamos calcular el tiempo dedicado a estos trabajos [10] y algunos otros aspectos cualitativos, pero no estamos buscando un indicador de este tipo; si hacemos el paralelismo con la huella y el déficit ecológicos es básicamente por su analogía simbólica.

En definitiva y resumiendo, la huella y el déficit ecológicos hacen referencia a la sostenibilidad de la vida humana en el planeta, haciendo visible el reparto-consumo desigual de los recursos; y la huella y el déficit civilizadores harían referencia a la sostenibilidad de la vida en condiciones de humanidad en la red de relaciones que la hace posible, haciendo visible la aportación-recepción desigual de energías amorosas y cuidadoras entre mujeres y hombres. Si el patriarcado capitalista ignora la existencia de ambas, es porque niega la dependencia humana, ya sea dependencia de las relaciones afectivas o dependencia de la naturaleza.

Notas

[1] Este artículo se basa en una parte del Epílogo escrito por las autoras al libro de ENRIC TELLO La historia cuenta, Barcelona, El Viejo Topo, 2005.

[2] Ver “Por un diálogo verde-violeta” de las mismas autoras, en Ecologista 43, primavera 2005, pp 51-53.

[3] REES, W., y WACKERNAGEL, M, “La huella ecológica población y riqueza”, en Ecología Política, nº 12 (1996) pp 27-50.

[4] MARTÍNEZ ALIER, J. y ROCA JUSMET, J. Economía ecológica y política ambiental, Fondo de cultura económica, México (2001). Ver también TELLO, E. “¿Globalización del comunismo? Huellas y deudas ecológicas”, en Mientrastanto, nº 80, 2001, pp 83-93.

[5] MAX-NEEF, M., Desarrollo a escala humana. Conceptos, aplicaciones y algunas reflexiones, Barcelona, Icaria, 1994.

[6] Recordemos como ejemplo las fotografías de la cobertura mediática de la posguerra de Iraq. Sólo se ven hombres: reunidos, manifestándose, rezando… ¿Y las mujeres? ¿dónde están? ¿es que no existen? Seguramente están en los hospitales cuidando las heridas de guerra, haciendo colas para conseguir alimentos, en casa intentando recuperar las relaciones… En fin, reconstruyendo en lo posible los afectos y la vida humana. O sea, las mujeres están dedicándose a las actividades fundamentales, aquellas que tienen relación directa con la vida humana; pero la visión periodística occidental de nuestros reporteros no las ve.

[7] ADAM, B., “Cuando el tiempo es dinero”, en Sociología del trabajo, nueva época, 1999, nº 37.

[8] El término civilizadora lo hemos tomado prestado de las mujeres italianas (LIBRERÍA DE MUJERES DE MILÁN, El final del patriarcado (Ha ocurrido y no por casualidad), Barcelona, Llibreria Pròleg, 1996. Nos ha parecido que reflejaba bien la tarea de las mujeres –como algo positivo– construyendo humanidad o civilización. Anteriormente habíamos pensado llamarla huella patriarcal, pero observamos que el término no se correspondía con nuestra idea: patriarcal es un término con connotación negativa, refleja poder masculino; por tanto, el propio término ya sería contradictorio con la posible inexistencia de tal huella. Sin embargo, en un debate con compañeras de Ca la Dona, Encarna Sanahuja nos hizo ver que el término de civilizadora también es un término muy contaminado, ya que cuando se inició la civilización que en teoría sustituyó a la barbarie, de hecho comenzaron las grandes conquistas y barbaries. En cualquier caso, para nosotras lo importante de esta reflexión es que nos hizo patente la falta de palabras que existe para nombrar la experiencia femenina.

[9] Recuperamos con este término la idea de Carmen Magallón, La plusvalía afectiva, en En Pie de Paz, nº 17, pp 10 (1990) de la plusvalía afectiva, entendida como el plus afectivo que las mujeres donamos a los hombres y que no recibimos de ellos, a costa de un gran desgaste de la energía femenina. En una línea de reflexión coincidente, Hortensia Fernández está desarrollando el concepto deuda femenina (paralelo al concepto déficit ecológico) para nombrar la deuda que el patriarcado tiene contraída con las mujeres de todo el mundo por el trabajo no remunerado que realizan gratuitamente.

[10] Como pequeño ejemplo de lo que podría ser una huella civilizadora, una mujer italiana calculó que un hombre por casarse y permanecer casado ahorra cinco años de tiempo a lo largo de su vida (SARRACENO, CH., “División of the Family Labour and Gender Identity”, en SASOON, A., ed. Women and the State. The Shifting Boundaries of Public and Private, Londres, Routledge, 1987.